Cada año vuelvo a leer el evangelio de la fiesta del Sagrado Corazón, sabiendo que sus palabras tienen algo que decir sobre mi vida y nuestra vida. Este año nos encontramos con Jesús muerto en la cruz. Los discípulos y su familia debieron experimentar fracaso –se había terminado lo que esperaban. El reino que habían imaginado no iba a llegar. Estoy segura de que María y las mujeres que rodeaban a Jesús, igual que los discípulos, estaban ancladas en la experiencia profunda de la muerte, olvidando por completo cualquier palabra o expectativa de vencerla y de resucitar. La primera parte de sus vidas había acabado. Como dijeron los discípulos en el camino de Emaús, “nosotros esperábamos”. Y sin embargo existía el indicio de que lo que iba a salir –la sangre y el agua que brotaron de su costado– de las heridas que él llevaba, de las heridas de la humanidad y de la muerte que él vivió, era una nueva vida.
De algún modo, podemos parecernos mucho a los seguidores de Jesús que estaban al pie de la cruz, tan desconcertadas por la pérdida, el sufrimiento o la muerte que no somos capaces de reconocer los signos de nueva vida. Por propia experiencia sabemos que es necesario vivir el duelo. También sabemos que el dolor y el sufrimiento hondo nos empujan en algún momento a buscar nueva vida. Como religiosas del Sagrado Corazón estamos llamadas a entrar en el misterio del Costado abierto de Jesús, a entrar en el sufrimiento de Cristo y en el de la humanidad y permitir que la hondura de ese sufrimiento nos transforme desde nuestro interior en mujeres de esperanza. Nuestras Constituciones nos recuerdan que “la Eucaristía nos hace entrar en el misterio del Costado abierto de Jesús. En nuestra vida cotidiana celebramos y actualizamos por ella su muerte y resurrección prolongadas en los sufrimientos y esperanzas de la humanidad” (Const. 5).